DESAMORTIZACION Y CONQUISTA DEL ESPACIO CIVICO.
Siempre se interpretaron las leyes de Reforma en México, en especial la del 26 de junio de 1856 (ley Lerdo) que disponía la venta de los bienes raíces de las corporaciones municipales, de la Iglesia y de las cofradías, como una respuesta a la necesidad de quitar trabas al desarrollo de la economía mexicana y de fomentar la creación de una ciudadanía moderna. En la interpretación clásica, que fue la de los mismos liberales, empezando por Mora, con la desamortización se trataba de permitir el crecimiento económico mediante la puesta en circulación de multitud de bienes de manos muertas, y también de crear ciudadanos autónomos y responsables, o sea, propietarios privados. Dentro de esta perspectiva económica, siempre pareció natural la asociación en la misma ley (la de Lerdo) de los bienes de la Iglesia con los de los ayuntamientos y pueblos rurales. A esta interpretación económica se añade una más, esta vez, política, que presenta la ley del 7 de julio de 1859 como una radicalización de la ley Lerdo. Al final de la guerra de Tres Años, en efecto, los liberales promulgaron en Veracruz la ley de nacionalización de todos los bienes del clero, que suprimía también las órdenes religiosas, cofradías, archicofradías y demás asociaciones de la misma naturaleza, a manera de represalias en contra de la militancia política de la Iglesia al lado de los conservadores en la contienda civil. Con la confiscación de los bienes de la Iglesia y de las corporaciones religiosas se conseguía acabar con una de las fuentes de financiamiento de los conservadores.
A pesar de la veracidad de estas interpretaciones desde el punto de vista de la actuación "literal" de los liberales, hay otra razón, de naturaleza simbólica y cultural, pero no menos importante, para explicar la pugnacidad de los liberales en contra de los bienes corporativos. En la interpretación económica y política se olvida que la posesión de estos bienes, según el punto de vista de sus mismos propietarios, no tenía fines "temporales", sino que permitía cumplir con las obligaciones y deberes religiosos de las corporaciones; estas obligaciones tendían a ser "servicios públicos", dentro de los cuales el culto, las procesiones, las fiestas de los santos, los novenarios etc…, tenían, por supuesto, el primer lugar. En cuanto a los bienes de las corporaciones municipales, cumplían también funciones públicas y, por lo menos en teoría, no enriquecían a nadie en particular. Pero de la posesión de estos bienes y del cumplimiento de estas funciones públicas, como vimos en la tercera parte de este trabajo, resultaba la posibilidad efectiva, por parte de las corporaciones, de controlar y ocupar el espacio público concreto de las ciudades, villas, etc… Si los bienes corporativos eran la fuente de algún poder, este poder, a fin de cuentas, era más cultural y simbólico que puramente político o económico; sin embargo, permitía "movilizar", según modalidades tradicionales, parte de la sociedad, y esta movilización era al mismo tiempo un control y una ocupación del espacio cívico común.
De este modo, la desamortización de todos los bienes corporativos puso a disposición de las autoridades representantes del Estado, supremo gobierno y gobiernos de los Estados, un espacio republicano del cual tuvieran el uso exclusivo: un espacio neutral desde el punto de vista religioso, libertado de la competencia con otras fuentes de legitimidad, de sacralización y de identidad, disponible para la presencia exclusiva de los símbolos de la identidad nacional y republicana. Siguiendo esta línea de interpretación, la expropiación de los bienes corporativos fue, para la parte más tradicional de la sociedad, una expropiación de su espacio cultural. Esta dimensión cultural podría explicar por qué fue tan enconada la guerra de Tres Años, verdadera guerra civil-religiosa, que vio oponerse a los progresos de una cultura cívica profana y secularizada, de la existencia de la cual encontramos varios testimonios en las fuentes citadas, una cultura tradicional, encarnada en las corporaciones, que tenía todavía muchísimo vigor cinco décadas después de la independencia.
Sin esta dimensión de política cultural, no se comprende por qué se quisieron suprimir los bienes de todas las corporaciones, religiosas y municipales. La ley que abrogaba los recursos de que disponían estas entidades para ocupar el espacio público ponía fin también a la existencia de aquella red horizontal de iniciativas festivas que describimos, y hacía del Estado el único "maître de ceremonies" de la república. Con razones sólo políticas y económicas, ¿por qué se habrían prohibido, por ejemplo, las procesiones religiosas en las calles? Que los símbolos hayan tenido mucha importancia en la actuación de los liberales lo demuestra otro decreto de 1859 en Veracruz, que, por cierto, no era de lo más urgente desde el punto de vista político y militar, puesto que fijaba el nuevo calendario oficial: se hablaba solamente de "días festivos", en la lista de los cuales se confundían fiestas religiosas y fiestas cívicas. El artículo tercero derogaba "todas las leyes … por las cuales había de concurrir en cuerpo oficial a las funciones públicas de las iglesias" Estas disposiciones ceremoniales iban a consagrar visiblemente la separación entre la Iglesia y el Estado.
Con la legislación de Veracruz, la ley Lerdo y su contrapartida en los Estados se consiguió crear en toda la República este espacio neutral, "sin cualidades", que era necesario para desplegar, sin competencia, la identidad republicana. En todas partes se expropiaron los conventos; muchos fueron destruídos o convertidos en edificios públicos (bibliotecas públicas, colegios, etc…) o privados. Se liberaron así superficies inmensas, pero, sobre todo, se logró la desacralización del espacio urbano. Así se realizó también uno de los deseos más caros a los republicanos liberales: la escenificación de la supremacía absoluta de los poderes del Estado sobre el poder espiritual. Dejaremos la última palabra al Doctor Mora, quien justificaba de la siguiente manera su deseo de ver disminuir las rentas de los obispos:
"Esta medida es enteramente conforme al buen servicio espiritual y al actual orden de cosas establecido en la República Mexicana: por elevada que se suponga la dignidad de un obispo, jamás podrá ni deberá igualar a la del Presidente de la República, y a lo más y concediendo mucho, deberá considerarse del mismo rango que la de los secretarios del despacho que sólo disfrutan seis mil pesos de asignación con los cuales han podido hasta ahora sostener el primero y más principal lugar entre todos los órdenes del Estado…"
CITAS
José Maria Luis MORA, op. cit., p. 113.
Veracruz, 11 de octubre de 1859, AGN, Gob., legajo 1039, exp. 6, n° 16.